Previo: Moradores del Polvo, Parte I
-¿Estás
bien?- pregunté a mi hermano al llegar al segundo piso.
Mi
hermano asintió con la cabeza. Tenía cinco años, pero noté que la vieja
costumbre de chuparse el dedo acababa de regresar. Se llamaba Diego y decía no
tener ningún recuerdo de nuestros desafortunados padres. Lo abracé y le
pregunté si estaba bien, y él como toda respuesta siguió chupándose el dedo.
“Estaremos bien”, le dije, esperando que mi tonta frase contuviese algún atisbo
de verdad.
Abajo,
en planta baja, los gritos eran estridentes y había ruidos de sillas y muebles
que se rompían. Escuchamos unos pasos que subían por las escaleras, y de
inmediato nos aprestamos a correr, pero eran unos chicos de tercero o cuarto, todos
ellos con sus guardapolvos ensangrentados. Uno de ellos tropezó y yo lo ayudé a
levantarse.
-Vienen
hacia aquí- dijo, mirándome con ojos desorbitados. Su pelo largo y rubio le
caía hasta los hombros, y tenía una mancha de sangre en sus mejillas-. Debemos
cerrar la puerta, antes de que sea demasiado tarde.
Supe
que se refería a la puerta enrejada de las escaleras. La dirección había
ordenado colocarla el año anterior, para evitar que los alumnos más pequeños
bajasen y tuviesen algún accidente con los escalones. Ahora el segundo piso,
debido a un interminable plan de refacciones, estaba en desuso y había polvo y
escombros por doquier. Le señalé el ojal de hierro de la puerta, que estaba
vacío.
-No
hay candado. Si cerramos la puerta, pero no la aseguramos con el candado, los
muertos ingresarán igual.
El chico
rubio me miró con expresión escéptica.
-¿Cómo
sabes que están muertos?
-Lo
sé- me encogí de hombros-. No hay que ser un genio para saberlo.
-¿Dices
acaso que son muertos vivos? ¿Zombis?
-No
sé qué diablos son- reconocí-. Vi que un tipo con una bata de hospital atacaba
a una mujer. Y luego la mujer comenzó a atacar a los que pasaban. Y la
profesora Lidia…
En
ese momento un estruendo de vidrios rotos ahogó mis palabras. Nos removimos
inquietos y el chico rubio me dirigió una mirada aterrada.
-¿Qué
hacemos?
Dudé
un instante, y luego miré a los chicos que me rodeaban. Yo era el mayor, y los
demás, incluido mi hermano, me observaban anhelantes, como esperando que
asumiera el rol de líder. Yo no era líder, nunca en mi vida lo había sido, pero
supe que no había otra opción. Rápidamente señalé hacia los salones
abandonados, tratando con desesperación de no defraudar la voluntad del grupo.
-Ayúdenme
a traer los bancos. Cerraremos la puerta y haremos una barricada. Eso quizás
los detenga durante un tiempo.
Nadie
me cuestionó la orden. De inmediato nos pusimos manos a la obra. Mientras,
escuchábamos los gemidos y los gritos de los alumnos que habían quedado en
planta baja, y eso nos alentaba a trabajar más rápido. Por las escaleras
aparecieron dos chicos más, de la edad de mi hermano, que apenas podían hablar
y lloraban clamando por sus padres. Uno de ellos aún conservaba su mochila,
estampada en dibujos de Disney. En total éramos siete alumnos, aunque sólo
cuatro de nosotros podíamos trabajar, porque los demás eran muy pequeños y
estaban demasiado asustados. Estábamos colocando el primer banco tras la puerta
enrejada cuando el primer muerto apareció, arrastrándose por las escaleras. Era
un torso sin piernas, con la cabeza destrozada, pero no obstante pude
distinguir en sus lastimosos restos al chico de la bicicleta que había sido arrollado
por un camión. Lo que quedaba de ese pobre muchacho era un manojo de huesos con
carne colgante; aun así, se las arreglaba para avanzar, trepando escalón por
escalón. Había perdido la mitad de su cara, y un único ojo, sangriento y sin
párpados, nos miraba con una fijeza y lucidez aterradoras.
Era
la primera vez que veía uno de ellos tan cerca, y me di cuenta de inmediato que
poseían un resto de inteligencia, que ni siquiera la muerte había conseguido
apagar. Creo que eso fue lo más horrible de todo: el hecho de intuir que, detrás de ese cuerpo patético y deshecho, había rastros de una dolorosa consciencia humana.Y si había consciencia, también existía lo demás: dolor, sufrimiento, pena... y también enojo.
Sobre todo enojo.
-Ahí
vienen- dijo el “Rubio”, echando una mirada escaleras abajo. Y al ver al chico
que se arrastraba, su rostro se transfiguró-. Oh, mierda, qué carajo es eso.
-No
perdamos tiempo mirando- grité-. Debemos seguir con el trabajo. Vamos, todavía
tenemos tiempo…
Continuamos
armando la improvisada trinchera. Íbamos y veníamos trayendo bancos y pupitres,
que sacábamos del aula más cercana. Nuestra actividad era frenética y
parecíamos hormigas yendo y viniendo por un camino invisible. Cuando el chico
de la bicicleta finalmente logró llegar al final de las escaleras, unos diez o
quince minutos después, lo esperaba una respetable barricada formada por
bancos, sillas y hasta pizarras, de unos dos metros de alto. Nosotros
jadeábamos en busca de aire, y de repente, al ver al chico, dejamos de
movernos; había algo de fascinante en sus movimientos lentos y trabajosos, que
podíamos ver a través de las patas enmarañadas de los pupitres. Estiró el
brazo, el único que le quedaba, y se aferró a uno de los barrotes de las
escaleras. Y luego comenzó a trepar. Trataba de llegar al picaporte, lo que
confirmaba mi sospecha de que había inteligencia y astucia en ese cadáver
destrozado. En un momento sus manos resbalaron y su cuerpo cayó sobre las rejas
y un trozo de su cerebro se le desprendió, casi como si fuese mantequilla
derretida. Sentí que mi hermano me sujetaba de una mano, y el chico de la
mochila de Disney de otra. Les dije algo, tal vez una estupidez como que no
tuviesen miedo, aunque es más probable que sólo me hubiese salido un graznido
ininteligible. El niño muerto, mientras tanto, había vuelto a la carga. Comenzó
a trepar otra vez, y cuando estaba llegando a mitad de camino sus manos
ensangrentadas volvieron a resbalar. Lo hizo una y otra vez, siempre con nulos
resultados. Mientras tanto, nosotros le observábamos, incapaz de hacer otra
cosa.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí,
contemplando esa aterradora escena, que era a la vez horriblemente hipnótica y cargada de un cierto grado de sadismo.
Cuando finalmente el niño muerto comprendió que jamás podría llegar al picaporte,
sucedió algo espantoso: su lengua, parcialmente comida, asomó entre los dientes
quebrados y una especie de oscuro lamento surgió de sus destrozadas cuerdas
vocales. Era un graznido desconsolado y triste, como el de un animal atrapado
en una dolorosa trampa. Su cuerpo, mejor dicho, su torso, se sacudía como
víctima de unos sollozos desgarradores, aunque dudaba que aquella cosa pudiese
llorar. Mi hermano me tiró de la manga y en un susurro me dijo: “Está
sufriendo. Todos ellos lo hacen. Sufren mucho”. Creo que en ese momento estuve
a punto de derrumbarme. Pensé en nuestros abuelos, en la casita pequeña pero
acogedora donde vivíamos. Mi abuela tenía una colección de ángeles de yeso en
el living: pensé que si los muertos habían entrado, debían haber armado un
desastre y ahora los ángeles debían estar hecho trizas sobre el suelo. Pero
luego comenzaron a llegar más muertos a través de las escaleras, y el miedo
regresó a mi cuerpo y me puso en alerta. Éstos, a diferencia del chico de la
bicicleta, parecían conservar buena parte de su cuerpo, y me di cuenta de que
la barricada se pondría a prueba por primera vez.
Recuerdo
que eran cuatro, tres alumnos y un adulto. Reconocí entre los alumnos a Valeria
Marquez, que me había besado en el altillo de la casa de Benja Iriarte durante
un juego de la botella. Vi que aquellos labios, que otrora habían besado con
dulzura los míos, ahora habían sido arrancados por algún mordisco, y sus
dientes perfectamente blancos (aunque ahora ribeteados por el color de la
sangre) se encontraban al descubierto, como los de un perro rabioso. El adulto
era un hombre corpulento, al que jamás en mi vida había visto, y se abalanzó
sobre las rejas con una ferocidad que me heló la sangre. Los otros tres
hicieron lo mismo, pisoteando en el paso al chico de la bicicleta, que se
seguía arrastrando ciegamente, aunque había dejado de gritar. Las rejas se
sacudieron y los goznes chirriaron, aunque aguantaron la primera embestida.
Entonces vi que la mano de Valeria, adornada con unas pulseras de plástico fluorescente,
se posaba sobre el picaporte y lo accionaba. Se escuchó un clic audible, que
resonó con forma de eco en los pasillos vacíos del segundo piso. Al mismo
tiempo sentí pisadas detrás de mí: cuando giré la cabeza, vi al “Rubio" y uno de
sus amigos correr hacia las profundidades del ala oeste, que permanecía en
sombras y sin luz eléctrica debido a las reparaciones. Los chicos que
quedábamos retrocedimos un paso y nos preparamos para la huida. Sentía las
piernas demasiado flojas para correr, y suponía que los otros debían pensar lo
mismo. La próxima embestida de los zombis no sería contra las rejas, que ya
habían sido abiertas, sino contra la pila de bancos y sillas que habíamos
puesto detrás.
El
segundo ataque no se hizo esperar. Con un agravante: habían aparecido más
muertos. Ahora eran más de diez y colmaban la parte superior de las escaleras.
Entre ellos estaba la profesora Lidia, que había muerto de un paro cardíaco y
luego se había devorado a la directora. Atacaron en forma desordenada,
arrojándose sobre la barricada de a uno o a lo sumo de a dos, y creo que eso
contribuyó a que no lograran derribarla. La improvisada estructura pareció
sacudirse, y una de las sillas que habíamos puesto en lo alto cayó y el
respaldo de madera se partió en dos. Retrocedimos otros pasos. Mi hermano y el
chico de la mochila me apretaban la mano tan fuerte que había comenzado a
sentir dolor, aunque de alguna forma eso
me resultaba extrañamente reconfortante. Volví a mirar hacia atrás, calculando
los siguientes movimientos. Era evidente que la barricada los detendría un
rato, pero no sería para siempre. Podíamos seguir al “Rubio” o internarnos en el
otro pasillo, el del ala norte que conducía a la biblioteca. Ninguno de los dos
caminos tenía salida, y no alcanzaba a distinguir diferencias entre uno y otro.
Cualquiera de los dos corredores parecía conducir al mismo destino: la muerte.
Pero algo debía haber. “Piensa, mierda”, me dije, aunque claro que no era tan fácil
hacerlo con esos muertos a escasos metros de nosotros, separados únicamente por
una endeble barricada, que seguían atacando sin cesar. “Piensa por tu hermano.
Él confía en ti. Debes hacer algo, maldición”.
Pero
no se me ocurría nada. Y ya no podíamos seguir demorándonos. Los muertos
seguían llegando y ahora abarrotaban las escaleras en su totalidad. La
barricada seguía resistiendo, pero a cada golpe parecía desmoronarse y
retroceder un centímetro más. Estaba pensando en ir tras los pasos del “Rubio”
cuando mi hermano señaló hacia delante y gritó: debajo de uno de los pupitres
de la barricada, sacudiéndose y temblando, había aparecido una mano. Los dedos habían
perdido la piel y se veían los huesos y los cartílagos. El niño de la mochila de
Disney se soltó de mí y corrió en dirección al ala oeste, pero cuando
quise seguirlo, mi hermano me tironeó en la otra dirección.
-¿Qué
haces?- le grité.
-Por
ahí no- dijo, y señaló hacia el pasillo que llevaba a la biblioteca-. Vamos por
ahí. Ese es el camino.
-¿Cómo
lo sabes?
-Vamos
por ahí- insistió.
Sus
ojos me dirigían una mirada suplicante. Habíamos quedado cuatro chicos, y todos
volvían a mirarme a mí. No lo pensé mucho: sujeté a mi hermano del brazo y
corrimos en dirección a la biblioteca.
Pero
antes, no pude evitar echar una mirada hacia atrás: la mano debajo del pupitre
había logrado avanzar, y ahora se veía la cabeza, que parecía sacudirse como si
quisiera espantarse unas moscas imaginarias. Cuando la cabeza se alzó, como
olfateando algo, vi sin sorpresa que era el chico de la bicicleta: su cara
había quedado completamente destrozada por los pisoteos, pero sin embargo
reconocí aquel ojo único y decidido, que nunca perdería la astucia ni sus
ansias de sangre. Ni siquiera con la muerte.
Ni
siquiera con la maldita muerte.
Corrimos
hacia la biblioteca. Estábamos ingresando al lugar cuando escuchamos el
estruendo: la barricada había sucumbido, y los muertos venían por nosotros.
(Continuará...)
Parte III
Tal como la primera parte: escalofriante!
ResponderEliminarCuantas partes va a tener esta magnifica historia?
Tu talento me sigue sorprendiendo! Felicitaciones!!
espero otro cuento el viernes!!
Creo que hay una o dos partes más. Y gracias, Nare. Muchos abrazos para vos.
EliminarMe sorprendes mucho qúerido amigo ,éspero con ansias la próxima parte ,el suspenso me carcome
EliminarGracias por escribir, Blanco Negro, el viernes seguro viene la última (o anteúltima parte). PD: vi que escribiste varias veces el comentario, pensando que se había borrado, pero no hace falta que lo hagas. Los comentarios que dejan los lectores no se publican de inmediato, sino que están moderados, es decir yo los apruebo. Esto es para evitar el spam y los comentarios de mal gusto (afortunadamente no hay muchos de estos, sí de los primeros). Te mando un saludo.
EliminarWow que miedo me has dado, pensar y saber que eso sucede que horror,, espero la última parte supongo, O_0
ResponderEliminarGracias Sharoll, me alegra que te haya gustado. Un saludo.
EliminarWoow, simplemente terrorífica, no quisiera verme en esos zapatos jaja, aunque con tus historias es imposible no imaginaros a nosotros mismos tratando de escapar de los muertos.. esta increíble al igual que la primera parte, ahora sólo queda seguir esperando la continuación Saludos...
ResponderEliminarGracias Raquel!! El viernes o a lo sumo el martes termina la historia!! Te mando un abrazo.
EliminarHola Mauro!! Quisiera pedir si por favor puedes hacer una historia sobre Nostadamus y el Apocalipsis. Espero y se pueda gracias :-)...
EliminarOk, Raquel, es un buen tema!! Saludos.
EliminarDebo admitir que los zombies nunca han llamado demasiado mi atenciòn,pero tù has logrado capturarla.Muchas felicidades!Estàs haciendo un maravilloso trabajo con esta historia
ResponderEliminarGracias Ivette. Con esta historia aprendí algo: a la mayoría de las chicas no les gustan las historias de zombies jaja. Te mando un saludo!!
EliminarHola q chevere tus historias cuando publicas la parte 2 atte: javier
ResponderEliminarMauro,te sales chico!!!! Me gusto,esa parte en la que "humanizas " a los muertos....que al fin y al cabo,sufrían,mis felicitaciones!!!!!
ResponderEliminarGracias Manoli, te mando un saludo!!
EliminarGuau esta historia es super mega terrorifica me encanto ya estoy esperando la siguiente parte, sigue asi.
ResponderEliminarUn saludo, Manu!!
Eliminarno cabe duda cada dia tus historias son mas facinantes cada vez se esta poniendo mejor la historia espero q el final te kede de diez y nos dejes impactados asi como ya nos tienes a todos los lectores, jamas he visto a los zombiez con mucho interes pero con esa descripcion tan detallada tanto fisica como sentimental q haces has echo q me interese mucho en ellos sigue asi mauro un saludo y un bso att: kary
ResponderEliminarHola Kary, gracias por tus palabras y tus buenos deseos!! Te mando un abrazo.
EliminarEstuvo genial una de las mejores historias de terror q e leido te felicito tienes mucho talento
ResponderEliminarUn abrazo, Gabriela!!
EliminarCrei que iba a ser afortunado al poder leer las dos primeras partes de una sola vez, mas no sabia que esta tambien iba a quedar en "continuara". Esta historia esta excelente, espero que la hagas muchisimo mas larga. Sigues aumentando la marca casi perfecta, cuentos buenos: 44. Cuentos malos: 2. Excelente, espero con ansias las partes siguientes.
ResponderEliminar-Don Corleone
Todavía faltan dos partes, Don!! Gracias por tus palabras. Un saludo.
EliminarQue buena esta la historia, zombies *..,* jaja Estoy siguiendola, att: josse
ResponderEliminarNo creo llegar a la siguiente parte. Están trepando por la ventfmn,n bnctedjytgyredku goiuhi/64÷_/$!:^jytv
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